Una vez tuve una gran depresión. No sabía exactamente qué era lo que me pasaba, pero todo lo que veía a mi alrededor parecía no tener sentido y creía que todas las vidas que me rodeaban seguían el mismo camino. Aquella etapa fue superada, pero hace poco que entendí el porqué de aquella visión de eterna y extensa banalidad.
Cuando tenía 16 años más o menos y teníamos exámenes de matemáticas, física, química e informática (las asignaturas que más han requerido de mí a lo largo de mi existencia) me dí cuenta de una cosa: sacaba buenas notas, sí, pero había un chico que era diferente. Éramos amigos. Él no estudiaba nada y yo sí lo hacía. Una hora antes del examen de física, le explicaba todo el temario a él. Yo sacaba un 9 y él un 10.
Empecé a darme cuenta de que yo no era ningún genio brillante, y que mis notas eran fruto de mi esfuerzo nada más. Y he ahí el problema. El esfuerzo es lo que hace que gente mediocre crea que tiene una sola posibilidad ante maravillas de la naturaleza como él o como muchos otros en la historia. Pero no la tiene en absoluto.
Sigo pensando que la meta de la humanidad (eso que llaman felicidad) es érronea. La felicidad es aquello a lo que tienes que aspirar si no naces un genio brillante. La felicidad es para los mediocres, como yo. Porque es tan impensable abrir los ojos simplemente y no maravillarse y plantearse el porqué de lo sencillamente cotidiano. Es horrible pensar que hay esto y nada más. Es horrible pensar que no hay una explicación. Pero la hay. Y se están encargando de buscarla.
(Este post fue escrito mientras estaba viendo Una Mente Maravillosa, pero la sobreactuación de Russell Crowe y la frivolidad con la que se ha teñido la historia de repente: un matemático que está buenorro, con un aparente trastorno psicológico y que ahora de repente se ha ligado a la chica buenorra de turno que cree que es lista, pero no lo es; me ha hecho darle al || en el mando del DVD).